En Sanare, en 1938, se sentía el nacimiento de un nuevo tiempo de libertades civiles. Como en todos los pueblos de provincia, la expresión urbana se componía de una iglesia, una plaza, un campanario, una alcaldía, una escuelita, unas calles empedradas y una comunidad de seres para quienes el tiempo parecía haberse detenido, en la plácida quietud de la cordillera y en su paisaje libre como el viento" (Trino Yépez. Carta personal de 2002).
El taxi que me conduce de Barquisimeto a Sanare repentinamente se detuvo ante un puente semi hundido, apuntalado con troncos. Vi en el fondo la ancha quebrada cuyo curso corría paralelo a la carretera de tierra. Comenzaban a verdecer las orillas del camino y el aire era más fresco. Iba yo hacia una aventura desconocida, en busca de paz. Eran las horas del mediodía. No vimos en el camino ningún vehículo que pudiese ayudarnos. El chofer y yo contemplamos el desvencijado puente con resignación. Tampoco podíamos retroceder. Estábamos a 20 Km de Sanare. No era tanto como para no subir a pie a pedir ayuda. Así fue, y salí caminando con la maleta en la espalda, camino de Sanare, situado a 1.300 Mts de altitud. Yo era el nuevo médico designado por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Un médico recién graduado en la Universidad de Valladolid y que venía de sufrir los avatares de la Guerra Civil española. Era el año de 1938.
A medida que subía el camino se iba haciendo más amable, con vistas espectaculares y se percibía un cierto aroma más fresco y húmedo. Pronto aparecieron los primeros ranchos de bahareque, techo de palma y piso de tierra. Estaba yo pasando de la zona xerófila, seca y arcillosa a la zona montañosa, húmeda y de bosques nublados (1).
Para descansar un poco me acerqué a un rancho a la orilla del camino. Pregunté si había hombres en la casa o alrededores para ayudar al taxista. Todos estaban lejos, por el campo. Una mujer joven, entre 30 y 40 años, con cuatro niños me recibió. Me identifiqué ante la mujer y pronto me ofreció un dulce de higos y café. Una cierta serenidad reflejaba su rostro. Me contó brevemente su historia hecha de engaños y girones de promesas. No tenía compañero ahora, pero la experiencia le había endurecido el carácter. Vi a los niños desnudos entre el barro, mirándome con cierto asombro. La mujer preparaba la comida en el suelo, entre ladrillos salteados al azar. Las arepas estaban ya listas y las caraotas casi a punto. Al despedirnos los ojos de los niños se tornaron alegres al recibir unas monedas.
Continué el camino y al cabo de un tiempo divisé el pueblo de Sanare, mi destino. Al final está la Plaza Bolívar y la Jefatura Civil. Llegué cansado y las autoridades civiles no podían entender que el nuevo médico llegara a pie y con la lengua fuera.
Pues sí, les dije, yo soy el nuevo médico. Les pido, ante todo, auxilio para el taxista que permanece accidentado en el camino. Les presenté algunos papeles de identificación. Me llamo José María Bengoa. Tengo 25 años. Soltero. Soy exiliado de la Guerra Civil española. Soy vasco, nacido en Bilbao. Me gradué de Médico en la Universidad de Valladolid hace dos años (1936).
-Que bueno, doctor, aquí todos estamos con la República...
El negro Zerpa, Jefe Civil; Trino Yépez, Secretario; Francisco Peraza y Antonio Zerpa me acompañaron al Hotel Bolívar, donde pude descansar. El hotel era una casa igual a las demás, y me ofrecen como dormitorio el salón de la casa, con ventana a la calle. Me sentí cómodo.
Sanare me pareció un pueblo detenido en el tiempo, con calles empedradas y desiguales por donde sólo transitaban caballos y mulas. El silencio era casi total. No hay luz eléctrica, y por lo tanto, no hay altavoces que transmitan música, tan frecuente en localidades con mayor población. El casco de Sanare tenía unos 2.000 habitantes, con más de cincuenta caseríos dispersos por el campo, algunos a distancia considerable, que requerían para llegar más de 5 horas a caballo.
El Jefe Civil, desde el primer día, me informó que tenían un convenio con un Municipio vecino (Cubiro) a donde tendría yo que ir una vez por semana. De 5 a 6 horas a caballo. Así mismo, un barrio de Quibor (El Molino) me asignaron como tarea. Yo estimé que no menos de 20.000 habitantes estarían bajo mi control médico – sanitario.
Yo vivía de asombro en asombro. La gente con la que conversaba, tanto en el dispensario como en la calle, era sumamente amable, con una sencillez en las formas conmovedora. Pocos tenían más de cuatro años de educación primaria, pero su conversación sobre temas históricos venezolanos era tan amplia y sutil que bien podría corresponder a personas con un nivel educativo superior. El párroco D. Felix Quintana, se dedicaba en horas de la tarde a mejorar la formación de los adolescentes que acababan de terminar el 4º grado, máximo nivel al que se podía llegar en Sanare. Varios poetas, futuros novelistas y varios músicos de ambos sexos animaban la vida sanareña (2,3).
La conciencia de ser una comunidad aislada del mundo nos exigía un entendimiento obligado sobre la vida cotidiana, llena de sinsabores y tristezas a veces, pero siempre con un sentimiento de solidaridad y cooperación. Las fiestas y manifestaciones folklóricas formaban parte de la vida cotidiana de Sanare (4). La vida transcurría en cámara lenta en un letargo tibio y feliz.
Desde el primer día que me senté en el dispensario médico, un pequeño cuarto de 2 x 3 mts. me percaté que las quejas de los enfermos que venían a verme, poco tenían que ver con lo que yo había aprendido en la Universidad de Valladolid y en el Hospital de Basurto (Bilbao). La patología tropical que dominaba en Sanare era muy visible, dramáticamente agresiva, pero de difícil diagnóstico, teniendo en cuenta mi escasa experiencia clínica de los procesos dominantes y sin ayuda de un laboratorio. La disponibilidad de medicamentos específicos en Sanare era además muy limitada. Los antibióticos no habían aparecido todavía.
¿Cómo tratar estas úlceras tórpidas que invaden no sólo la piel sino los tejidos profundos, en jóvenes que tienen una apariencia sana? (La leishmaniasis) ¿Cómo abordar estos niños de 2 ó 3 años, hinchados, con la piel enrojecida como si se hubieran quemado, con un hígado inmenso, y con una mirada de infinita tristeza? (El kwashiorkor).
Recién llegado a Caracas tres meses antes yo había tenido la oportunidad de revisar y leer una gran información bibliográfica sobre Patología Tropical en la biblioteca del Dr. Enrique Tejera, eminente profesor de la Universidad Central. También pasé las mañanas por las Salas del Hospital Vargas, donde amplié los conocimientos.
El arsenal terapéutico que se disponía en las farmacias era muy escaso, donde predominaban reconstituyentes, antianémicos, aspirina, salicilato, digital, permanganato, y poco más.
Pero junto a los problemas médicos, que tenían un tratamiento inseguro, las visitas a los caseríos me iba descubriendo una realidad más honda de carácter social, directa o indirectamente asociada a las causas y permanencia de enfermedades infecciosas, parasitarias, nutricionales, etc. que exigían un enfoque de mayor amplitud. Eran enfermedades que dominaban la vida de la comunidad, en la que prácticamente toda la población padecía de alguna de ellas. Pero lo que me preocupaba sobre todo eran las condiciones de vida: la mísera vivienda, los bajos salarios, la falta de saneamiento, la escasa formación escolar y sobre todo la alimentación deficiente y por ende la desnutrición de la población. Pero todo ello en un contexto de aparente normalidad, de equilibrio ecológico y social, como si la vida hubiera sido siempre así. Era una comunidad que no se sentía agraviada por la sociedad injusta.
En el dispensario trabajaba yo por las mañanas. Siempre había de 30 a 40 enfermos.Tuve que establecer prioridades: Primero entraban a mi despacho (que ya habían logrado cambiar a una casa más amplia) los enfermos que venían de más lejos (a veces 5 ó 6 horas de andar a pie); después las madres con hijos y finalmente los demás. Los medicamentos fui reduciéndolos progresivamente a fin de contar solo con las medicinas realmente útiles. Eliminé, todos los reconstituyentes, "milagrosos". Por las tardes visitaba enfermos de los caseríos que no podían venir al dispensario. Cuando el viaje presumía que iba a ser largo, llevaba vacunas y curas Delco para atender los partos, y me reunía con las comadronas empíricas de cada caserío. A veces también hablaba con los curanderos que siempre atendieron mis instrucciones.
Al atardecer acudía a la Plaza Bolívar, para conversar con la gente joven del lugar y oír noticias por la radio de pila que de 7 a 9 de la noche funcionaba en el Salón de Lectura. De noche escribía algunas notas o cartas a la familia y amigos. Pronto me habitué al trabajo y a una vida social elemental pero lleno de contenido humano. Vivíamos en un pueblo terminal y la cohesión social se establece automáticamente. No hay escape. Los vínculos de amistad se fortalecen en el trato diario. Una camioneta recorría, dos veces por semana, la vía Sanare – Barquisimeto (50 Km), cuyo trayecto se hacía en dos o tres horas. La camioneta iba cargada de "frutos menores" (café, caraotas, arvejas, etc) así como plátano y raíces. Detrás del chofer había dos filas de bancos para pasajeros. Poco antes de llegar a la capital del estado, la gente se santiguaba para protegerse de la posible aparición del ánima del Tirano Aguirre, alma infernal libertaria que murió hace siglos por los alrededores.
La carretera en época seca era semi-transitable, con grandes precipicios a los lados y puentes apuntalados con troncos de árboles. El viajar era realmente una odisea, donde acaso se pudieran sentir bien los malabaristas de circo. Una vez cada dos meses hacía yo el recorrido. En época de lluvia, sin embargo, el camino se hacía intransitable, y entonces sí, Sanare era un pueblo aislado de verdad. Las lluvias torrenciales eran frecuentes. Un sombrero de anchas alas y un poncho de lana gruesa servían para protegerme del agua y así visitar enfermos aún en épocas lluviosas.
Al poco de llegar al pueblo se formó una inmensa laguna en las afueras del casco de población. Los mosquitos aparecieron pronto. Ante el posible riesgo de algún brote de enfermedad, pregunté al Jefe Civil qué es lo que hacían usualmente en situación similar.
-Por lo general enviamos un telegrama a la División de Malariologia a Caracas, solicitando el envío de trabajadores para rellenar la laguna, fue la respuesta.
-Y ¿por qué no lo hacemos nosotros?, me atreví a preguntar
El jefe civil tomó nota y actuó. Varios voluntarios se pusieron al día siguiente, en la tarea de rellenar la laguna.
A los dos meses ya tenía yo una idea bastante clara de los problemas sanitarios de la comunidad sanareña, y la convicción de que el problema de fondo era fundamentalmente el bajo nivel de vida.
Comencé a buscar referencias sobre estudios sociales comunitarios y obtuve excelente información de la Liga de las Naciones (Ginebra). Tuve también el asesoramiento del Dr. Santiago Ruesta, médico también exiliado que residía en Caracas. Pensé que sería necesario realizar una encuesta de condiciones de vida, a pesar de que mi experiencia en este campo era nula. Dediqué más tiempo al trabajo nocturno en el hotel, a fin de ir preparando los formularios del estudio. Como no había luz eléctrica, una lámpara de querosen alumbraba mi mesa.
En el hotel todo era sencillo, con la modestia de una casa de campo. La comida era siempre muy criolla y sabrosa: platillos con caraotas, frijoles, plátanos, yuca, papas, aguacate, queso, carne de res o de cochino, etc formaban un semicírculo frente a mi plato donde yo mezclaba a mi gusto la combinación deseada. El Hotel Bolívar me tenía sólo a mí como huésped fijo, pero con frecuencia pasaban viajeros con los que me encontraba en las horas de las comidas. Recuerdo a dos jóvenes americanos que pasaron en Sanare dos o tres meses, que se dedicaban a comprar orquídeas para exportar a los Estados Unidos de América. A los campesinos les pagaban una miseria. Discutíamos mucho sobre el abusivo negocio al que se dedicaban. Al caer la noche, las calles quedaban desiertas y apenas se oía el ladrar de algún perro. Se sentía la paz de un silencio cubierto de estrellas.
El comienzo del día en Sanare era un alarde de competencia de cantos de gallos madrugadores. Recorría yo el pueblo para visitar los enfermos del casco. Siempre el primero era un comerciante que padecía una tuberculosis avanzada. Le ponía una inyección intravenosa de calcio, una de las pocas medicinas disponibles en la época para esa enfermedad. Tenía una familia numerosa, todos casi niños, a quienes advertí de las medidas a tomar para evitar el contagio. Les hice la prueba de la tuberculina. Visitaba después a un viejecito flaco y paralítico que padecía de beri-beri, enfermedad carencial rara en Sanare, pero que podía darse en alcohólicos. Era un caso típico. Pasaba a ver después a una embarazada, en un rancho humilde, en las afueras del pueblo. Desde una esquina observé a un niño de 2 ó 3 años, con la mirada triste, la cara y cuerpo hinchados y una piel en mosaico, como una quemadura rojiza. Me estremecí y le pedí a su madre que me lo trajera al Dispensario.
En el dispensario predominaban la gastroenteritis, la disentería amibiana, las anemias por anquilostomiasis, la bronquitis, el reumatismo, los procesos ginecológicos y venéreos, siendo frecuentes los casos de úlceras tórpidas en la nariz, orejas y miembros inferiores que yo atribuí en principio a la lepra. Un profesor amigo español, el Dr. J. Sánchez Covisa, a quien yo le había enviado a Caracas fotografías, me advirtió que probablemente esos casos correspondían a la leishmaniasis regumentaria, enfermedad transmitida por un mosquito (5). Poco a poco la lectura de textos de patología tropical me permitió familiarizarme con los procesos típicamente tropicales.
Al final de la consulta apareció el niño hinchado, y mirada triste que yo había visto en el rancho, con su madre. Este cuadro clínico no aparecía en los textos de Medicina Tropical. Pregunté a los enfermeros prácticos que me ayudaban en el Dispensario y me dijeron que la gente pensaba que era debido a los parásitos intestinales. En lo primero que pensé fue en la pelagra infantil, por las lesiones de la piel. Los edemas, sin embargo, eran demasiado intensos. Tomé la decisión de preparar un viaje a Barquisimeto capital del estado Lara, donde estaba como director del Hospital de Niños un conocido pediatra, y llevarme conmigo dos niños enfermos. El Dr. Agustín Zubillaga, me informó que esos enfermos tenían hambre, posiblemente por deficiencia de proteínas y acaso vitamínicas. Me dio instrucciones para la re-alimentación de los niños.
Yo estaba en Sanare en esa época de 1938, y no podía saber que un año antes en Costa de Oro (hoy Ghana), una doctora inglesa, Cicely Wlliams, había descrito por primera vez el kwashiorkor, enfermedad que coincidía con el cuadro clínico que yo veía en Sanare. Después me enteré que en 1937, también en Venezuela, Oropeza y Castillo, habían publicado un trabajo describiendo el síndrome carencial.
El Dr. Zubillaga me pidió que los niños se los dejara en el hospital, ya que la gravedad exigía un tratamiento prolongado, de dos a tres meses. Regresé a Sanare y seguí mandando los casos graves al Hospital de Barquisimeto.
En los recorridos a caballo que hacía yo por los caseríos de Sanare fui identificando casos de este síndrome, que durante mi estadía en Sanare (3 años) fue mi obsesión. Sin embargo, a causa de las lluvias la carretera se fue haciendo intransitable por lo que no pude seguir enviando los desnutridos graves a Barquisimeto para ser atendidos por el Dr. Zubillaga.
El Dispensario tenía un patio interior bastante grande y pensé que con las instrucciones del Dr. Zubillaga, podíamos salir del paso. Instalamos en dicho patio unas colchonetas para que los niños desnutridos permanecieran 8 a 10 horas, y recibieran así la alimentación requerida. Las madres colaboraban en el trabajo. Hubo temporadas en las que el patio llegó a tener 10 y 12 niños. Los enfermos se recuperaban en 3 o 4 meses y las madres recibían la educación alimentaria apropiada. Así nació el primer Centro de Recuperación Nutricional. Un día el Padre Quintana, que vino a visitar el Centro, me preguntó que cuándo les daba de alta a los niños -cuando sonríen, padre, cuando sonríen- contesté.
Cuando, años después, como funcionario de la OMS, di un curso a médicos franceses en Marsella (1956) destinados a las colonias en África, acogieron la iniciativa con entusiasmo y así se extendieron por todo el mundo los Centros de Recuperación Nutricional, que tan buenos resultados están dando todavía sobre todo en emergencia.
Pero el tema de la desnutrición era mucho más extenso, ya que además de los casos graves, existían formas moderadas más difíciles de identificar. ¿Cómo explicar si no la observación que hice a los pocos días de llegar de que los niños escolares, permanecían sentados en las aceras del patio a la hora del recreo? ¿O la baja estatura de la gran parte de la población? ¿O la tardía aparición de la primera menstruación en las niñas? El tema de la desnutrición era pues un tema prioritario en Sanare.
Tuve la suerte de obtener información sobre la materia de tres fuentes:
En primer lugar, las publicaciones de la Liga de las Naciones, de Ginebra, que me proporcionaba el Padre Jesuita Víctor Iriarte, de Caracas, publicaciones que contenían mucha información sobre la situación alimentaria en el mundo; la Revista de los Hospitales de Caracas, donde se publicaron los primeros casos de desnutrición grave en el país; y las revistas del Instituto Nacional de Nutrición de Buenos Aires. Todo ello me permitió enriquecer mis conocimientos, cuya base se sustentaba fundamentalmente en los estudios de nutrición y endocrinología que había hecho yo en Valladolid con Bañuelos y en Madrid con Marañón.
El clima de Sanare era excepcionalmente bueno, con tendencia al frío, en algunos meses del año. Por eso eran tan agradables las conversaciones que se mantenían en la Plaza Bolívar entre la gente joven del lugar. Era sorprendente la cultura histórica de Venezuela que poseían personas con tan escasa formación formal. Siempre recordé aquellos atardeceres sanareños contemplando el crepúsculo acompañado de los fogonazos producidos por el fenómeno del Catatumbo.
La juventud sanareña tenía una gran sensibilidad social, y en aquella época, recién desaparecido el General Gómez, que gobernó el país dictatorialmente por casi treinta años, todavía no se habían creado los partidos políticos, pero había una evidente pasión por lograr mejores condiciones de vida. La gente estaba unida en sus aspiraciones y sabía perfectamente lo que quería. Por eso logré su cooperación en los estudios que fui realizando en la zona.
La idea central se me iba aclarando: una gran parte de los problemas Sanitarios (tuberculosis, mortalidad infantil, parasitismo múltiple, etc) estaban conectados en sus causas y en sus efectos a graves problemas sociales, los cuales dominaban en la población (ranchos con piso de tierra como vivienda, alimentación deficiente, ausencia de letrinas, salarios bajos, ausencia de educación básica en la gran mayoría, etc). La encuesta que preparaba, de hecho, no iba a descubrir nada nuevo, ya que todo era demasiado obvio, pero era necesario cuantificar los problemas a fin de motivar a las autoridades responsables de las políticas sociales y sanitarias. Se distribuyeron 500 formularios, la mitad dirigidos al casco urbano y la otra mitad a los caseríos rurales dispersos. En vista de la gran homogeneidad social en la población no pareció necesario un ejercicio de muestreo riguroso.
Mientras realizábamos la encuesta, mi vida seguía un curso rutinario, no exento de sorpresas. Los viernes viajaba a caballo al municipio de Cubiro, donde atendía los enfermos. El viaje a caballo duraba cinco horas, al cual me acostumbré al poco tiempo, Cubiro se encuentra a 1.800 Mts de altura, y obviamente el clima era más frío que en Sanare. El viaje a caballo me permitía observar la vida de los campesinos que vivían en las orillas del camino. Vi a perros esqueléticos que presagiaban las penurias de los habitantes, y a los niños desnudos y descalzos. Por lo general, me paraba en algunos caseríos y atendía los casos urgentes.
Tanto Sanare como Cubiro eran en épocas de lluvias municipios aislados, recogidos en su pequeño mundo, donde el devenir de los sucesos mundiales apenas se recogían en las tertulias familiares, por ser desconocidas. La vida transcurría a un ritmo lento, monótono, pero lleno de vivencias pasadas que se recordaban sin cesar, cada vez más entrañables. Vivir en un pueblo aislado, sin acueducto, sin automóviles, sin bicicletas (calles empedradas, hacían más difícil su uso), casi sin noticias del exterior, nostálgico de su pasado a pesar de ser igual al presente, etc, parecería que conduciría a una cierta frustración. Nada de eso. Vivíamos modestamente con sencillez casi monástica, pero las pocas cosas que disponíamos las gozábamos con mayor intensidad, en un ambiente de solidaridad y ayuda mutua. Por eso me parecía que Sanare tenía grandes posibilidades de lograr un desarrollo comunitario como realmente ocurrió en las décadas siguientes.
Pero ante tanto silencio y tanta soledad mi pensamiento se hacía una serie de preguntas. ¿Por qué hay tanta paz en medio de tanta necesidad? ¿Cómo es capaz el ser humano de adaptarse a una vida de mínimos? ¿Por qué los hombres y mujeres tienen tanta capacidad de resignación que les permite ofrecer una apariencia de seres felices? ¿O lo son realmente al no tener otras necesidades sentidas?
En aquella época (1938-1939), a mí me pareció que Sanare padecía de un problema social gravísimo el cual yo no había visto antes. Sin embargo, años después tuve la ocasión de visitar y trabajar en otros países de América y otros Continentes, y visto desde esa perspectiva mundial, se puede decir que la situación de Sanare era más bien moderada.
Al cabo de pocos meses la encuesta ya casi estaba finalizada. No hubo sorpresas. Cuatro problemas sociales dominaban la escena: la alimentación deficiente, y como consecuencia, una desnutrición crónica con casos esporádicos graves; una vivienda pobre de barro, caña y palma, con piso de tierra; salarios muy bajos y un nivel educativo muy bajo, con gran porcentaje de analfabetos. Estos cuatro factores sociales incidían en las enfermedades predominantes: la parasitosis, la mortalidad infantil y preescolar, la tuberculosis, la gastroenteritis, etc. Por ello estimé yo que era necesario una movilización de la comunidad para exigir a los poderes públicos, un esfuerzo adicional en forma de la extensión de la seguridad social, al medio rural, de un estímulo para la organización de cooperativas y sobre todo un fuerte impulso educativo para fomentar el desarrollo comunitario. Todo ello quedó plasmado en un libro publicado en 1940 en la Revista de Sanidad y Asistencia Social, con el título "Medicina Social en el Medio Rural Venezolano" del cual se han hecho tres ediciones más (1946, 1980, 1992).
No cabe duda que ese libro me abrió muchos caminos en mi vida futura. Cuando en 1960 me preguntaron en la India, en qué Universidad había yo adquirido los conocimientos de medicina social, contesté con plena seguridad en lo que decía, "que en la Universidad de Sanare". Cuando ahora visito el lugar observo los grandes cambios ocurridos en las últimas seis décadas. Es un manojo de iniciativas que han hecho de la aldea de ayer un centro lleno de vigor y fortaleza. Hoy Sanare cuenta con más de 40.000 habitantes. Una nueva y pujante juventud anima ahora las calles. No obstante una sombra persiste aún en Sanare: es la que representa las altas tasas de mortalidad infantil y preescolar, y las cifras relativamente elevadas de desnutrición (6). Estos problemas no son fácilmente explicables y para mi inesperados, 60 años después.
Tal vez el reto que hoy tiene Sanare es el de decidirse por levantar un centro urbano ordenado y con buenos servicios sin dejar de ser una entidad agrícola, agresiva y moderna.