Los términos nutrición, desnutrición, malnutrición o cualquiera de sus derivados, adquieren significados distintos en función de la perspectiva del profesional que lo estudie. Las diferencias entre médicos, agrónomos, economistas, clínicos o políticos pueden llegar a ser importantes. Un principio epidemio1ógico clásico indica que, en el análisis de un problema de salud, la primera cuestión que debe plantearse es la de definir «qué» o «cuál» es el sujeto de análisis. Si el objetivo no está claro, ¿de qué nos sirve hablar de cuántos, dónde, quienes, por qué, y cómo? El carácter multidisciplinario del problema alimentario-nutricional exige, por tanto, enfoques procedentes de distintas disciplinas, aún cuando sea la salud pública la disciplina mayormente responsable (l,2).
Desde la perspectiva que acabamos de plantear, el presente capítulo trata de recoger algunos de los aspectos más relevantes de la historia más reciente en la evolución de los problemas de la nutrición en salud pública en el mundo, en Iberoamérica y en España.
Como ha estudiado F. Grande Covián, (3) durante los siglos XVIII y XIX, el interés en temas de nutrición estuvo centrado en los estudios de calorimetría y en los macronutrientes (proteínas, grasas e hidratos de carbono). De forma paralela a todas aquellas investigaciones, en las décadas iniciales del siglo XX primera de las etapas que consideraremos, persistían en varías zonas de la tierra una serie de enfermedades de origen desconocido, que según unos autores se debían a procesos infecciosos, mientras que otros pensaban más bien que respondían a problemas relacionados con los alimentos consumidos. Estas patologías eran la pelagra, el beriberi, el escorbuto, el raquitismo y algunas otras dolencias.
Algunas de las investigaciones llevadas a cabo sobre estas enfermedades, a finales del siglo XIX y primer tercio del XX, resultaron modelos de investigación epidemiológica que merecen ser recordados. Nos referimos a la pelagra, enfermedad dominante en el siglo XIX y comienzos del XX, en el sur de los Estados Unidos, en el norte de España, en Italia, en Yugoslavia y en otras zonas del mediterráneo.
La primera descripción de la pelagra la realizó Gaspar Casal en Asturias, en 1763, y su origen se atribuyó acertadamente a una dieta pobre, basada en el monoconsumo de maíz (4). De hecho, su aparición en Europa estuvo asociada a la introducción del maíz procedente de América. Se observó que la pelagra afectaba a la población sometida a dietas restringidas, mientras que la inclusión de leche y carne constituía una parte esencial de la prevención.
En Estados Unidos de América el primer brote importante de pelagra se presentó en 1907 y se propagó de forma epidémica en los años siguientes por la parte meridional del país. En el curso de los años veinte llegó a provocar varios miles de defunciones anuales. En aquel contexto, los estudios de Goldberger (5) resultarían decisivos para esclarecer muchas de las incógnitas que persistían alrededor de la pelagra. En 1909 ya se había identificado la enfermedad en 26 estados de la Unión. El problema llegó a adquirir tal gravedad, que en 1919 la pelagra representaba la segunda causa de muerte en Carolina del Sur. Goldberger estudió la enfermedad de una forma muy peculiar. Lo primero que hizo fue observar las circunstancias bajo las que se desarrollaba. En un asilo de huérfanos del Estado de Misisipi se encontró con un hecho curioso. De los 211 niños internados, 68 estaban afectados de pelagra, mientras que ninguno de los empleados había contraído la enfermedad.
Para Goldberger, la única explicación a esa peculiar excepción radicaba en la diferencia de la dieta entre asilados y empleados. Procedió a estudiar los niños del orfanato y le llamó la atención las desigualdades que existían entre las dietas que recibían unos y otros. Los más pequeños consumían leche, mientras que los mayores eran capaces de obtener algún alimento adicional a la dieta que les suministraba el orfanato. Los niños de edad intermedia, por el contrario, ni recibían leche, ni eran capaces de obtener alimentos extra. La dieta de este grupo consistía en harina y granos de maíz, jarabe, caldo de carne y manteca de cerdo, es decir, no contenía ni leche, ni carne, ni huevos. Este fue el tipo de dieta que encontró Goldberger en las áreas en las que predominaba la pelagra. El científico propuso comprobar su hipótesis mejorando la dieta del orfanato con carne y leche durante dos años. En pocas semanas los enfermos se recuperaron y no aparecieron nuevos casos. En un orfanato que utilizó como control no se mejoró la dieta, con lo que continuaron apareciendo casos de pelagra.
Goldberger no se mostró satisfecho con sus observaciones y se propuso comprobarlas experimentalmente. Solicitó permiso al Gobernador del estado para llevar a cabo un experimento en seres humano utilizando una dieta deficiente. Utilizó un grupo de doce presos que se ofrecieron voluntarios a cambio del perdón, y un grupo de control de 80 presos que compartían las mismas condiciones, salvo la dieta. El estudio se llevó a cabo durante el verano de 1915. Cinco de los doce presos sometidos a restricciones dietéticas desarrollaron la pelagra. Goldberger solicitó la opinión de un grupo de expertos para que confirmasen el diagnóstico y los presos, finalmente, fueron perdonados y liberados.
A pesar de los resultados obtenidos, la hipótesis infecciosa de la pelagra estaba tan arraigada en la mente de los médicos americanos, que no aceptaron las conclusiones de Goldberger. Le pedían que confirmara que la pelagra no se transmitía de persona a persona. Todos los intentos que se hicieron para transmitir la enfermedad a los animales fracasaron. Llegó a intentar transmitir la enfermedad a voluntarios. No se trataba de prisioneros, se trataba de él mismo, de su familia y de sus amigos. Todos ellos se inyectaron sangre procedente de enfermos de pelagra y secreciones de nariz y garganta, con resultados negativos. Como hemos indicado desarrolló un estudio epidemiológico modélico.
Al finalizar las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, parecía que los problemas ligados a la desnutrición estaban bajo control. En Estados Unidos la mortalidad por pelagra había pasado de las 7.000 defunciones registradas en 1928 a las 260 que se contabilizaron en 1950. En Japón, la mortalidad por beriberi había pasado de las 26.700 muertes de 1923 a las 4.000 que se registraron en 1950.
Al mismo tiempo que se controlaban todos estos problemas, el primer tercio del siglo XX se caracterizó por ser una época de gran creatividad. Sucesivamente, pero casi al mismo tiempo, se fueron identificando y aislando nuevas substancial esenciales para la salud, tal como ocurrió con las vitaminas (Funk, 1911).
La segunda de las etapas estuvo marcada por la aparición en 1935 de un artículo de C.D. Williams en la revista Lancet (6). En el mismo, la autora describía un «nuevo síndrome» que denominó Kwashiorkor y que atribuyó a un déficit de proteínas en las dietas de los niños. No hubo foro en las áreas de la salud, de la economía, de la agricultura, e incluso de la política, donde no se debatiera la tragedia de los miles de niños que a causa de la escasez de proteínas, fallecían en la mayor parte de los países en desarrollo.
Pocos años después, sobre todo en la década de los años cuarenta y cincuenta, comenzaron a publicarse numerosos trabajos en diferentes países en los que se describían cuadros clínicos similares al Kwashiorkor pero con denominaciones distintas. Trowell (1937) describía en Uganda la pelagra infantil, un cuadro que coincide con el descrito por Williams. En Venezuela, Oropesa y Castillo (1937) lo titulaban «Síndrome de carencia: Avitaminosis», aún cuando el énfasis lo colocaban en el déficit de proteínas. En Chile, Scroggie (1941) hablaba del «Síndrome Pluricarencial de la Infancia», y con el mismo nombre se le conocía en varios países de América Latina. En Jamaica, Platt (1947) lo denominaba «Sugar Baby». En realidad todos los autores se referían a un mismo síndrome con distintos nombres (7).
¿Era en realidad el famoso Kwashiorkor descrito en 1933 por Cecily Williams, una nueva enfermedad? Un breve recuento retrospectivo nos indica que el mismo cuadro clínico había sido objeto de numerosas publicaciones muchos años antes, aunque recibió otras denominaciones. En Europa se conocía este síndrome al menos desde 1906. En aquel año, Czerny y Séller lo describían en Alemania bajo el término «Mehlnahrschaden» o «distrofia farinácea». En Francia, Marfan (1910) lo había descrito como «dystrophoie des farineux», y en Italia, Frontali (1927) como «Distrofia da farine».
En octubre de 1952 se reunió en Gambia el Comité de Expertos FAO/OMS para tratar exclusivamente el tema de la «desnutrición proteínica», nombre adoptado provisionalmente para diferenciarla mejor de los síndromes causados por las deficiencias vitamínicas. Los componentes del Comité, que procedían de diversos países de Asia, Africa, Europa y América Latina, pudieron contrastar los distintos puntos de vista y uniformar criterios y tratamientos. Sin embargo, el nombre finalmente adoptado fue el de Kwashiorkor, aún cuando el Comité de Expertos FAO/OMS no lo propusiese oficialmente.
La denominación de Kwashiorkor intrigó a los antropólogos, quienes trataron de descifrar su significado. En un principio (1935), se pensó que podría significar «niño rojo», tal como lo conocían en Camerún. Después se supo que en el lenguaje de las madres de Ghana el término Kwashiorkor venía a significar «la enfermedad del primer hijo cuando nace el segundo». Si fuera así, habría que decir que por primera vez en la historia de la medicina, la denominación de una patología reflejaba su etiología social. Era pues, el niño de uno a tres años desplazado por su hermano pequeño, el que se veía también desplazado en la alimentación y el afecto, y el que acababa siendo objeto de la enfermedad.
Las fotografías de niños con Kwashiorkor invadieron las revistas y periódicos de todo el mundo durante las décadas de 1950 y 1960. Llegó un momento en que se asociaba la desnutrición en los países en desarrollo con los casos extremos de Kwashiorkor. Las imágenes del «niño de Biafra» que transmitían con fuerza los medios de comunicación social crearon un estado de alarma, pero no se explicó que estas formas de desnutrición grave no eran más que la punta de un iceberg que escondía un cuadro más sombrío al que no se le prestaba atención. No todo era Kwashiorkor. En muchos países predominaban más las formas de desnutrición por déficit calórico, lo que se conocía como "marasmo nutricional». Estaba servido un nuevo debate internacional.
El niño con marasmo nutricional, ya no era el paciente de uno a tres años con edemas y lesiones en la piel, ni con degeneración grasa del hígado; era otro niño, por lo general de pocos meses, gravemente afectado también, pero hambriento, y que en contraste con el niño de Kwashiorkor que fallecía o se curaba en pocas semanas, permanecía en los hospitales durante meses. Ya no era sólo el déficit de proteínas lo preocupante, sino el consumo global de alimentos medido en términos de calorías. El cuadro fue denominado de «Malnutrición calórico- proteínica». Eran niños que habían tenido un régimen hipocalórico, y por supuesto, simultáneamente deficitario en proteínas. Pese a existir una cierta confusión. el problema nutricional en el mundo estaba evolucionando hacía nuevos horizontes.
Como acabamos de comprobar, las décadas centrales del siglo XX se caracterizaron por la importancia que se otorgó a las formas graves de desnutrición que se asociaban a elevadas cifras de mortalidad. A partir de los años setenta se inició una nueva etapa en la evolución de los problemas nutricionales en el mundo, y con ella la aparición de nuevas incertidumbres e interrogantes.
Aunque podríamos denominar a esta tercera etapa como de desnutrición crónica, la expresión no resultaría exacta, pues perduraban las formas agudas graves y persistían cuadros severos de xeroftalmia y de anemias nutricionales. Además, el adjetivo de crónica tampoco resulta muy preciso. En las formas de desnutrición que aún hoy prevalecen en los países en desarrollo, coexisten signos de cronicidad con secuelas de desnutriciones anteriores. Se trataría de una etapa de transición, donde las carencias vitamínicas (salvo la de la vitamina A) perderán protagonismo, y donde se hablará mucho menos del Kwashiorkor para empezar a hablar en los foros internacionales de «desnutrición crónica», de micronutrientes y de enfermedades crónico- degenerativas.
La «desnutrición crónica» se refleja en una talla baja y un desarrollo físico, en muchas ocasiones inarmónico, Son seres pequeños, o de talla baja, no porque el proyecto de construcción (genética) así lo determine, sino porque faltan los materiales de construcción necesarios para completar el proyecto. El estado de «desnutrición crónica» sería el resultado de un proceso de adaptación que muestra carácter irreversible en muchos de sus parámetros. Esta adaptación debe ser entendida como un fenómeno de autodefensa, que busca reducir los requerimientos nutricionales a través de una reducción en la velocidad de crecimiento y en la disminución de la actividad física.
Hace cien años los países europeos vivieron una situación similar a la que acabamos de describir. La talla del europeo de aquella época era parecida a la que hoy tiene la población centroamericana, y aunque no hay referencias bibliográficas precisas sobre la interpretación que ofrecieron los autores contemporáneos al subdesarrollo biológico de los europeos, todo nos hace sospechar que se trataba de un estado de adaptación debido al subconsumo alimentario.
Para poder explicar el incremento de la llamada desnutrición crónica (que incluye a las poblaciones con signos de haber estado desnutridas), conviene recordar el impacto que en los últimos 25 años han tenido las innovaciones terapéuticas, particularmente las farmacológicas, sobre la mortalidad de los países en desarrollo, especialmente la infantil y la comprendida entre uno y cuatro años. Gracias a la acción médico-sanitaria, y no tanto a las mejoras en las condiciones de vida. se ha incrementado el número de niños que logran superar la barrera de los cinco años. Mientras hace cuarenta años, cualquier niño de los países en desarrollo no hubiese sobrevivido a seis episodios de conjuntivitis, cinco diarreas, diez infecciones de las vías respiratorias altas, cuatro bronquitis y un episodio de sarampión complicado con bronconeumonía, hoy en día ello es posible, y muchos de estos niños son simplemente supervivientes (8).
Tras la conclusión de la II Guerra Mundial, la situación nutricional de las poblaciones que habían sido ocupadas por las fuerzas nazis, emergió como un problema de primera magnitud: mujeres, hombres y niños emaciados, de apariencia esquelética, con pérdidas de hasta el 40% y el 50% de su peso corporal, sin capacidad de reacción, incapaces de moverse, y otros signos típicos de una situación de hambre extrema. La movilización política y científica fue rápida e inmediata. Antes de terminar el conflicto bélico se formaron grupos de expertos para que acudiesen a las zonas más afectadas, tal como ocurrió en el caso de Holanda, sin duda una de las más castigadas.
De esta forma, en 1944 se creaba la UNRRA («United Nations Relief and Rehabilitation Administration»). Los mejores investigadores en el campo de las nutrición, como Sebrel, Boyd Orr, Aykroyd, Passmore y otros, fueron llamados por el Presidente Roosevelt para organizar servicios de urgencia capaces de asistir a la población hambreada.
La experiencia adquirida en Europa, sirvió para que años más tarde pudiesen organizarse misiones de ayuda a los países en vías de desarrollo que padecían periódicamente, hambrunas generalizadas. Aunque la UNRRA concluyó sus operaciones en 1947, con el objeto de dar salida a las grandes cantidades de alimentos que se habían almacenado, en aquel mismo año se creó una nueva organización de Naciones Unida: UNICEF («United Nations Childrens Emergency Fund»).
Un nuevo Comité de científicos tuvo que diseñar un plan de distribución de alimentos para los países que los necesitaran. El Comité sugirió que en -vista de la gran disponibilidad de leche descremada, se utilizara ésta para los mayores de un año, leche completa para los menores de un año y para todos ellos un suplemento de aceite de bacalao. El programa de UNICEF fue muy bien recibido por parte de todos los países, a pesar de las críticas que realizaron algunos trabajadores de salud pública excesivamente ortodoxos.
UNICEF, casi siempre en colaboración con la FAO y la OMS, ha tenido una larga trayectoria en la elaboración de programas dirigidos a mejorar la alimentación y la nutrición de madres e hijos. Cuando la leche descremada dejó de ser un excedente disponible, y se propusieron nuevos productos para sustituirlo, aquella organización jugo un papel destacado en su promoción y distribución. Entre los programas más destacados de los que se han puesto en marcha, hay que mencionar el de «Salud Infantil y Supervivencia». Se trata de alcanzar cuatro objetivos bien conocidos: monitorizar el crecimiento y el desarrollo del niño; difundir la rehidratación oral; promover la lactancia materna; y asegurar las inmunizaciones. Se trata de cuatro objetivos estratégicamente bien concebidos y con un elevado grado de prioridad. UNICEF también ha logrado un cierto liderazgo con sus intervenciones en la lucha contra la deficiencia de yodo, además de patrocinar y financiar un buen número de programas.
En 1943, en plena guerra mundial, tuvo lugar en Hot Spring (EEUU) la famosa Conferencia de Alimentación y Agricultura. En la misma se puso en evidencia la necesidad de buscar la colaboración entre el sector agrícola y el sector salud para poder hacer frente a los problemas de alimentación y agricultura (9). Dos años más tarde, en 1945, por iniciativa de quien había sido el máximo impulsor de la conferencia de Hot Spring, el médico francés André Meyer, se creaba en Québec la FAO. Con aquel nuevo organismo se intentaba abordar de forma integrada la compleja red de factores que encerraba la problemática alimentaría y nutricional. Tres años después de la puesta en marcha de la FAO, se creaba en 1948 la OMS y se ponían en marcha modestas actividades de nutrición. Entre 1948 y 1955, la OMS sólo contó con una persona dedicada al problema nutricional.
La estrategia nutricional de la OMS difería de la de la FAO. En la primera, el énfasis se situaba en las estrategias de prevención específica de los problemas nutricionales que tenían que desarrollar los servicios locales de salud. Se trataba de programas preventivos para el control de la desnutrición calórico-proteínica, las anemias, la xeroftalmia y el bocio endémico. Dichas acciones se ejercían a través de estudios de los estados nutricionales de las poblaciones y la adopción de medidas preventivas.
En 1963 se puso en marcha el Programa Mundial de Alimentos (PMA). Se trata de un organismo del sistema de las Naciones Unidas dedicado a asegurar la asistencia alimentaria. Hoy en día representa la mayor organización del mundo en esta área. El PMA responde a las necesidades de alimentos que surgen en situaciones de emergencias y en las circunstancias relacionadas con el desarrollo, y muy a menudo colabora con la FAO y con el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA).
En la década de 1970 entraron en la escena de la nutrición internacional dos nuevos organismos de las Naciones Unidas: el Banco Mundial y la Universidad de las Naciones Unidas. Esta última institución fue creada en 1973 por la Asamblea General de las Naciones Unidas y cuenta con el patrocinio conjunto de las Naciones Unidas y la UNESCO. A diferencia de las universidades tradicionales no cuenta con estudiantes matriculados, con claustro de profesores ni con recinto universitario. Las iniciativas de ambos organismos han contribuido a reforzar la lucha contra la desnutrición en el mundo. El Banco Mundial comenzó sus actividades dirigidas a mejorar la nutrición a mediados de 1979.
El sucesivo incremento de las agencias de Naciones Unidas que participan de una u otra forma en programas de nutrición, ha llevado a numerosos países a solicitar una coordinación entre las mismas. Nada menos que 16 agencias especializadas participan en este tipo de actividades. En 1977 se creó el «Subcomité de Nutrición» (SCN), un grupo de trabajo que viene desarrollando su labor, no sólo en la coordinación, sino también en la elaboración de informes técnicos.
El tema de la alimentación-nutrición como actividad en salud pública, comienza en América Latina en la década de 1930 con los trabajos de Pedro Escudero, director del Instituto de Nutrición de Buenos Aires. Su liderazgo intelectual y científico fue indiscutible, la gran mayoría de los médicos y dietistas de América Latina de aquellos años se formaron en su Instituto.
El trabajador se convirtió en el principal objetivo de las actividades de nutrición. En la Conferencia Internacional del Trabajo que se celebró en Santiago de Chile en 1936, se fijaron una serie de criterios y recomendaciones relacionados con esta cuestión (Cuadros 1 y 2).(10,11) Muchas de aquellas recomendaciones siguen teniendo una enorme actualidad. El contenido de ambas tablas nos ilustran acerca de cuales eran las áreas de interés en la década de 1930. La preocupación por el problema específico de la desnutrición grave del niño aparecería algo más tarde, en 1940.
En los años treinta también se fueron creando en América Latina las bases para el desarrollo de políticas de salud pública. En todo este proceso jugó un papel fundamental la Fundación Rockefeller de los Estados Unidos de América, a través del programa de becas que ofreció a los países de Latinoamérica. Las actividades de medicina preventiva se fueron extendiendo por toda la región a un ritmo sin precedentes, aunque las actividades de nutrición resultaban escasas en las unidades sanitarias y los centros de salud. Fue en las décadas de 1940 y 1950, cuando surgieron iniciativas encaminadas a incorporar la nutrición en los servicios locales de salud. Las escuelas de salud pública de Chile, Venezuela y Sao Paulo, iniciaron en la década de 1940 la formación en nutrición del personal sanitario. Los primeros profesores de la materia de nutrición en salud pública de aquellas escuelas, fueron Julio Santamaría en la de Santiago de Chile, José María Bengoa en la de Caracas, y José Gandra en la de Sao Paulo.
En aquella misma época se fueron creando institutos de nutrición en la mayoría de los países latinoamericanos. Dependían de los ministerios de salud y solían compartir los mismos programas: análisis de alimentos, encuestas clínicas y de consumo, control del bocio endémico, alimentación suplementaria (escolares, obreros, etc.), formación de personal, y educación alimentaria-nutricional. Unos años más tarde se creaban el Instituto de Nutrición de Centro América y Panamá (INCAP), el Instituto Nacional de Nutrición de México, el Instituto de Nutrición del Caribe (CFNI), y el Instituto de Nutrición de Ciencia y Tecnología de Chile (INTA), instituciones que han alcanzado un prestigio internacional.
Las conferencias latino-americanas de nutrición, aparecen como otro hecho de interés histórico que merece ser destacado. La primera de ellas tuvo lugar en Montevideo, en 1948. Entre las cincuenta personas asistentes, sólo hubo una mujer. Se trataba de Lucila Sogandares, de Panamá, considerada la primera nutricionista de salud pública en América Latina. Con posterioridad, la FAO y la OMS, organizaron tres conferencias más (12). Tras estas reuniones se sucedieron los doce congresos latinoamericanos de nutrición que desde 1968, y con una periodicidad de tres años, se encargó de organizar 1a Sociedad Latinoamericana de Nutrición (SLAN). La media de asistencia a estos congresos supera las mil personas y el 90% de los asistentes suelen ser mujeres.
En América Latina la profesión de nutricionista-dietista puede afirmarse que nació en 1933, como consecuencia de las gestiones realizadas por el profesor Pedro Escudero, impulsor de la Escuela Nacional de Dietistas de Buenos Aires (Argentina). Con un planteamiento que acabó por extenderse por toda Latinoamérica, se trataba de preparar profesionales con estudios específicos de nutrición, con nivel universitario, con funciones y responsabilidades propias de 1a atención alimentaria del sano y de1 enfermo, tanto en el aspecto individual como colectivo, y formados en escuelas con identidad propia.
En Venezuela se creó la primera Escuela de Nutricionistas y Dietistas en 1950, gracias a la iniciativa de un colectivo de médicos sanitaristas entre los que se encontraban J.M. Bengoa, P.L. Coll, F. Vé1ez Boza y A. González Puccini. Aunque en sus planes de estudios figuraban materias como salud pública, nutrición social, o psicología social, por razones de mercado laboral predominó la colocación de Dietistas.
Las escuelas fueron evolucionando progresivamente hacia planes de estudios más integrales, otorgando mayor importancia a la nutrición en salud pública. En estos cambios influyeron los propios avances de la salud pública, además de la organización de cursos como el CENADAL (Curso especializado de nutrición aplicada para dietistas de América Latina), patrocinado por el INCAP, con el apoyo de la OPS a partir de 1962, o la convocatoria, en julio de 1966, de la «Primera Conferencia sobre adiestramiento de nutricionistas-dietistas de salud pública de América Latina». El doctor Carlos Tejada, director del INCAP por aquellas fechas, presentó una propuesta de plan de estudios que incluía, además de los contenidos propios de la dietética hospitalaria, materias como: evaluación nutricional, nutrición en salud pública y enseñanza de la nutrición a todos los niveles. Con posterioridad se produjeron grandes cambios en la duración y la orientación de los planes de estudio, de las escuelas de nutrición. El camino no fue fácil. En 1972, la doctora Bertlyn Bosley, asesora de educación nutricional de la OPS, publicaba un informe en el que se señalaba: «Para reorientar a las antiguas escuelas de dietética no sólo se necesita transformar los planes de estudio, sino además explicar a los administradores y profesores universitarios la doble función y responsabilidad de este nuevo tipo de profesional de la salud».
Un paso importante en la evolución de las escuelas de nutrición en América Latina, fue la creación en 1973, de la Comisión de Estudios sobre Programas Académicos en Nutrición y Dietética de América Latina (CEPANDAL). La comisión estaba integrada, básicamente, por directores de escuelas. En la actualidad, por razones económicas, se reúne cada tres años, coincidiendo con los Congresos de la Sociedad Latinoamericana de Nutrición (SLAN).
En México, además de las escuelas de nutricionistas, la Universidad Iberoamericana forma licenciados en nutrición que han alcanzado un gran prestigio. Actualmente existen unas noventa escuelas de nutrición en América Latina. Casi un 50% de las mismas se encuentra en Brasil y muchas están incorporadas de manera importante, a actividades de investigación a actividades académicas de postgrado y de extensión.
En América Latina las diferencias entre países en materia de desarrollo son muy importantes. A finales del siglo XX, tres países, Brasil, Argentina y México, concentraban el 50% de los casi 500 millones de latinoamericanos. Estos tres estados compartían el liderazgo económico. El Producto Interno Bruto se situaba para la región Latinoamericana alrededor de los 3.271$ per cápita. La tasa de alfabetización de adultos era del 87%, pero mostraba variaciones que oscilaban entre el 96% y el 45%. También existían diferencias muy significativas en los indicadores de salud. La esperanza de vida alcanzaba en el conjunto de la región los 69 años, pero mientras muchos países superaban los 70 años, otros no alcanzaban los 60.
La evolución de la mortalidad infantil en América Latina resulta sorprendente. Entre 1960 y 1996, en apenas treinta y seis años, se pasó de una tasa de 105 por mil nacidos vivos a 35. Pero las diferencias entre países continuaban siendo importantes. Unas diferencias que todavía resultan más significativas en el terreno de la mortalidad materna. Mientras varios países mostraban tasas de mortalidad materna por debajo de 100, en otros superaba los varios centenares. Se trata de cifras que reflejan un problema obstétrico, pero también de atención prenatal. La alta prevalencia de anemias en embarazadas ayuda a explicar en gran parte, las diferencias. Otro tanto ocurre con un indicador muy asociado al de la mortalidad materna, el peso bajo al nacer. Como promedio América Latina presentaba en 1998 la cifra del 10%, pero algunos países alcanzaban el 15%.
Para el año 2010 se espera para el conjunto de América Latina, un incremento en la disponibilidad de cereales, aceites vegetales, carne y leche, y una disminución de raíces, tubérculos, plátanos, y leguminosas. Aunque desde el punto de vista nutricional algunos de estos pronósticos resultan poco deseables, la FAO se muestra optimista sobre la posibilidad de alcanzar en el 2010 las 2.960 kcal. por persona y día. Pero mientras Argentina disponía a finales del siglo XX de 3.118 Kcal, persona/día, Haití apenas alcanzaba las. 1.827 Kcal. En Argentina las grasas representaban el 32% mientras que en el caso de Haití no llegaban al 15%.
Desde el punto de vista nutricional, América Latina se enfrenta a tres grandes problemas: la prevalencia de la desnutrición, las deficiencias de micronutrientes y las enfermedades crónicas degenerativas asociadas a la alimentación.
La desnutrición crónica pluricarencial que tienen que afrontar los países iberoamericanos, es el resultado de un proceso de adaptación de carácter irreversible en muchos de sus parámetros. En términos de generaciones actuales, las posibilidades de mejorar presentan un mal pronóstico.
A nivel mundial, según la OMS, la prevalencia del síndrome de talla bajo en niños menores de cinco años sería del 33%. En Iberoamérica se estima para el área del Caribe, un 17%, para el área de América Central, un 26,7%, y para el área de América del Sur, un 13,8% (13).
El bajo peso por la talla, un indicador asociado a problemas de desnutrición actual y de carácter reversible al mejorar la dieta, arrojaba cifras para la región de Latinoamérica que se situaban en un 3%. Las diferencias entre países fluctuarían entre el 1 y el 8%. En América Central el porcentaje era del 5% y en el Caribe del 3,6%. Este mismo indicador, pero referido a la edad, ofrece cierta complejidad en su interpretación al recoger información relativa tanto al estado actual como en el pasado. Sin embargo, para el trabajo comunitario de salud pública, resulta muy útil en los menores de dos años. La prevalencia media en América Latina, en niños menores de cinco años, sería de un 10% de casos moderados y un 1 % de formas graves. En América Central sería del 15,1%, en el Caribe del 13% y en Sudamérica del 6,5%.
En lo relativo a deficiencias en micronutrientes, las de hierro y yodo son las más extendidas en América Latina. A pesar de su reducción en los últimos años, como consecuencia de los programas de suplementación y de enriquecimiento de alimentos básicos, las deficiencias de hierro fluctúan entre el 11% y el 31% en hombres y mujeres, respectivamente.
Por su parte, los problemas en la deficiencia de yodo han estado históricamente asociadas a la cordillera andina,. una de las zonas más afectadas por el cretinismo y el bocio endémico. Los progresos alcanzados en las últimas décadas han sido considerables, gracias sobre todo, al enriquecimiento de la sal de consumo con yoduro potásico. No obstante, todavía persiste un problema de deficiencia de yodo, aún cuando no presente la gravedad que tuvo en el pasado. El porcentaje de población con deficiencia de yodo ha pasado del 12,1% de 1994 al 6,6% de 1997 (14).
En la mayor parte de los países de América Latina, las enfermedades crónicas degenerativas asociadas a la alimentación, como ocurre con las enfermedades cardiovasculares o el cáncer, son las primeras causas de muerte. Estas circunstancias se explican, en gran parte, por la reducción considerable que han sufrido las enfermedades infecciosas y por el progresivo proceso de envejecimiento de la población. La dieta media latinoamericana no es aterogénica, pues el porcentaje de calorías derivados de las grasas se sitúa entre el 22% y el 28%. Existen factores asociados, como el estilo de vida, el tabaco y otros. En cualquier caso, en lo que se refiere a América Latina seria importante no repetir los errores de los países desarrollados en materia de consumo excesivo de grasas, sobre todo de las saturadas. Se trata de un problema preventivo de vigilancia de hábitos de alimentación, que en algunos países de América del Sur está adquiriendo un carácter grave. Para el año 2000 se estimaba que el número de defunciones por causas cardiovasculares alcanzaría en América Latina y en el Caribe la cifra de 1.100.000 muertes, lo que representaba casi el 50% del total de defunciones por enfermedades no transmisibles y el 31% de las producidas por todas las causas. Este porcentaje podría alcanzar la cifra de 34% en el 2010 y del 37% en el 2020 (15). Entre los factores de riesgo más influyentes se señalan la hipertensión arterial, el sedentarismo y el consuno de tabaco.
En los últimos años, la obesidad ha surgido en América Latina como problema nutricional emergente. Incluso entre los sectores más desfavorecidos económicamente, es lo que se viene estudiando como obesidad de los pobres», un cuadro que difiere en su etiopatogenia de la obesidad de los ricos. Los datos son todavía muy provisionales, salvo en la zona del Caribe donde desde hace décadas se viene estudiando el grave problema de la obesidad.
Para hacer frente a muchos de los problemas que acabamos de señalar, durante la segunda mitad del siglo XX se,fueron tomando en América Latina diversas medidas. En las décadas de 1950 y 1960, se organizaron numerosos programas de ayuda alimentaria dirigidos a distintos grupos de población. Son diversos los que merecen citarse por su excelencia.
En Chile, el programa de distribución de leche completa a madres y niños que acudían a centros de salud, formó parte de las campañas políticas de los candidatos y alcanzó una gran popularidad. Hay que destacar la integración del programa en los servicios locales de salud. En Costa Rica, se mantuvo durante décadas un programa de alimentación del preescolar que contó con una participación muy activa, por parte de la propia comunidad. Esta última, era la encargada de realizar la compra de alimentos y de preparar los desayunos para los escolares. En Brasil, 1os programas de alimentación a los obreros de las industrias adquirieron un gran prestigio, y consiguieron involucrar a las empresas privadas a través de las grandes cocinas centrales. En Venezuela, se organizaron en 1946, 103 comedores escolares. De acuerdo con criterios técnicos muy rigurosos, las «ecónomas» que estaban a cargo de los mismos recibían una formación continua, y su funcionamiento era supervisado por las juntas de la comunidad. En México, el CONASUPO, especie de empresa paraestatal que contaba con algunos defectos pero también con muchas virtudes, ponía a la venta a precios especiales productos básicos como el maíz, el trigo, los garbanzos, la sal, el azúcar y algunos más (16).
Junto a éstos y otros programas exitosos, en América Latina se han llevado a cabo, manteniéndose aún en vigor, muchos programas de alimentación suplementaria, mal planificados y mal ejecutados, que subsisten bajo la inercia de móviles políticos. Los programas de alimentación suplementaria representan una de las intervenciones más costosa en materia de nutrición dentro del área de la salud pública. Pueden convertirse en un instrumento útil en la ampliación de la cobertura de los servicios, pero pueden, así mismo, perturbar tanto la red de servicios de salud como los educativos. En ocasiones se convierten en un aglutinante ordenado y eficaz de las iniciativas sociales de la comunidad, en otras se traducen en un manejo poco escrupuloso de los fondos asignados a la comunidad. Muchas veces son un ejemplo de solidaridad humana y permiten estrechar lazos de unión en la comunidad, otras veces no pasan de ser medidas humillantes o dádivas ofensivas para la dignidad humana.
En América Latina los programas de alimentación suplementaria estuvieron focalizados hacia las familias pobres. Sin embargo, tras la implantación de las medidas de ajuste económico de la década de 1980, y el consiguiente incremento de la pobreza, las agencias internacionales propugnaron una focalización más estricta de la asistencia. Aunque se hubiesen podido utilizar otros criterios de focalización, como el de madres jefes de familia, o la pobreza estructural, se utilizaron básicamente los cuatro criterios de focalización que aparecen en la Cuadro 3 (17)
Como modalidad alternativa a los programas tradicionales de alimentación suplementaria, en Venezuela viene ejecutándose desde hace tiempo el programa de «alimentos estratégicos». Se seleccionaron ocho a1imentos que representaban en las dietas de las clases populares más del 50% de las calorías requeridas. Estos alimentos fueron el maíz, el arroz, el aceite, granos del tipo de las alubias, los frijoles, etc., las sardinas, la leche y algún que otro alimento estacional. La estrategia consiste en ponerlos a la venta en las zonas más pobres y deprimidas con descuentos del 30% y del 40%. Un organismo gubernamental, el PROAL, compra en grandes cantidades los géneros descritos y los distribuye en los abastos periféricos de las áreas seleccionadas. Por los conceptos de pago pronto, inmediato y al contado, se obtiene de las industrias suministradoras los descuentos que luego se trasladan a los consumidores. A finales del 2000, el programa de alimentos estratégicos alcanzó una cobertura de más de seis millones de personas. La iniciativa venezolana está basada en la filosofia desarrollada en México por el CONASUPO. Como se ha indicado con anterioridad, este organismo estatal mexicano compra granos básicos a precios bajos y guarda una reserva estratégica para las eventuales carestías. Este tipo de programas alternativos parecen más deseables que los basados en la distribución gratuita de alimentos a las familias necesitadas.
También en Venezuela, desde el año 1993, se viene realizando a escala nacional el programa de enriquecimiento de alimentos. Con la colaboración directa del Instituto Nacional de Nutrición,(18) se suplementan las harinas de maíz y de trigo con hierro y vitaminas. Un año después de iniciado el programa se realizó un estudio en la ciudad de Caracas, entre la población escolar (ambos sexos) de 7, 11 y 15 años y condición socioeconómica baja. Los resultados obtenidos se compararon con los de un trabajo similar realizado un año antes, en 1992. En el segundo de los estudios, la prevalencia de la deficiencia de hierro había descendido del 37% al 16%, y la anemia del 19% al 10%.
Para finalizar este capítulo dedicado a analizar las actividades de nutrición en salud pública en América Latina, parece oportuno dedicar unas palabras a los esfuerzos que se han dedicado a establecer las metas/objetivos nutricionales y las pautas para la elaboración de las guías de alimentación. Se trata, sin duda, de una de las actividades de nutrición en salud pública de mayor proyección futura. América Latina, tras Estados Unidos y Canadá, ha sido una de las primeras regiones que ha establecido normas nutricionales para la población. En 1987 se celebró una reunión de expertos latinoamericanos con el objeto de unificar criterios que pudiesen servir para el conjunto de la región. Los valores de nutrientes se fijaron por 1000 Kcal., un criterio que ha sido adoptado por la FAO y la OMS. La pronta elaboración de guías de alimentación y de los gráficos alusivos a las mismas (pirámides, rombos, etc.) en la mayoría de los países iberoamericanos, ha permitido uniformar los criterios de los mensajes educativos lanzados a la población.
Se pueden diferenciar varios períodos, tanto desde el punto de vista económico y político, como desde las áreas de la salud pública y de la nutrición. El primer período, el siglo XIX y las primeras décadas del XX, representaría una prolongación histórica del estado de atraso económico, social y político que vivía España tras el final del Antiguo Régimen. El estado de salud de la población espafio1a, como ocurría con otras regiones europeas, se caracterizaba por mostrar altos cifras de natalidad y mortalidad, sobre todo infantil y preescolar, una alta prevalencia de enfermedades infecciosas y un estado de desnutrición crónica, que se traducía en tallas bajas.
La llegada de la década de 1920 y, sobre todo de la Segunda República, marcaría un punto de inflexión en el panorama que acabamos de trazar. A pesar de persistir indicadores propios de una etapa pretransicional con predominio de enfermedades infecciosas y niveles de mortalidad elevados, en dicho período se consolidaron todo un conjunto de iniciativas encaminadas a sentar las bases de una organización sanitaria moderna. El tema de la nutrición en salud pública, a pesar de algunos avances, seguía sin embargo, sin figurar entre las áreas prioritarias.
La guerra civil de 1936-1939 y las primeras décadas de la posguerra situarían el segundo de los períodos considerados. En esta época surgieron brotes de desnutrición aguda que fueron estudiados con enfoques epidemiológicos adecuados. La aparición de los antibióticos y de otros recursos terapéuticos permitieron reducir las tasas de mortalidad, a pesar de que los niveles de vida estaban lejos de alcanzar los estándares deseados.
El tercer periodo estuvo marcado por el inicio de estudios nutricionales con encuestas de consumo en varías zonas del país (1960-1980). Al mismo tiempo que se asistía a un desarrollo económico y social importante, se hacía evidente un crecimiento en la talla media de los españoles. Las enfermedades infecciosas y la mortalidad descendían, la población envejecía, y la natalidad iniciaba una curva descendente que todavía continúa en la actualidad.
El cuarto y último de los periodos considerados se situaría a partir de 1980. Estaría marcado por el impulso sin precedentes que recibió la nutrición comunitaria, por las iniciativas universitarias y municipales, y por el protagonismo que alcanzaron los profesionales de la nutrición.
La mortalidad de la infancia aparece como una de las grandes preocupaciones de los médicos del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Detrás de las elevadas cifras se encontraban problemas de naturaleza infecciosa, entre ellas, la gastroenteritis asociadas a formas de desnutrición no bien definidas (atrofia, distrofia, distrofia farinácea, etc.). Los esfuerzos se encaminaron a reducir tanto la mortalidad infantil como la de 1 a 5 años.
El problema de la mortalidad de la infancia española era similar al de otros países europeos, aunque con mayores niveles. Como indicaba García Ancos en 1903 (19) al contextualizar las cifras españolas: «hace años que la mortalidad infantil belga era de 189 por mil nacidos vivos; la inglesa de 178 y la francesa de 205». En 1900, España mostraba tasas de mortalidad infantil de un 20% superiores a las de países como Inglaterra y Gales, Italia, Francia, Bélgica u Holanda, y un 30% superiores a las de Suecia o Finlandia. En la edad preescolar (1 a 4 años), las cifras españolas eran del 40% a 60% más elevadas. En el siglo XIX, la mitad de los niños españoles fallecía antes de cumplir los diez años (20).
En aquel contexto, la infancia abandonada aparecía como uno de los principales grupos de riesgo. La mortalidad infantil era mucho más elevada en las casas de expósitos que recogían a los niños abandonados. La alimentación artificial, la falta de condiciones higiénicas, o la presencia de nodrizas poco escrupulosas, entre otras causas, hacía que la supervivencia se convirtiese en un milagro.
Bernabeu y otros autores,21 han destacado el papel de una alimentación deficiente y antihigiénica en el momento de justificar las elevadas tasas de mortalidad infantil que se alcanzaban en España. Entre 1900 y 1922 la tasa de mortalidad infantil se mostró casi constante, alrededor de 150 por mil nacidos vivos, y en algunas provincias superaba los 200 por mil. Los médicos e higienistas no se cansaban de denunciar la mortalidad asociada a procesos digestivos derivados de problemas en la alimentación. Los factores culturales y las prácticas y creencias relacionadas con los cuidados a la infancia tampoco estaban ausentes. En el siglo XIX y las primeras décadas del XX, entre el 10 y el 15% de las muertes infantiles aparecían asociadas a la dentición y los problemas de salud que la cultura médica popular atribuía a «la salida de los dientes».
Como es conocido, la talla baja se ha considerado un buen indicador de la desnutrición crónica de las poblaciones. España dispuso, hasta épocas recientes, de efectivos poblacionales con talla baja. La talla media del español fue de 161,4 cm para los reclutas nacidos en 1895- 1896 y de 163,6 cm para los nacidos en 1904. El porcentaje de reclutas españoles que superaban la talla de 170 cm se situaba en un 15%. De una altura media de 161,7 cm para los nacidos en 1840 se pasó a los 166,7 cm de 1946 y a los 175 cm de 1980. En siglo y medio los españoles crecieron casi trece centímetros, de modo lento hasta los reemplazos de las Segunda República e intensamente desde 1960 a 1980. A partir de la década de 1880 el aumento más significativo de la talla tuvo lugar en el campo, produciéndose una convergencia entre la talla campesina y la urbana (22).
En materia de servicios de salud, en la España del siglo XIX, como indica Rodríguez Ocaña, (23) se produjeron «esfuerzos municipales y algunos balbuceos estatales». A partir de 1871, con la implantación universal del registro civil, se impulsaron las estadísticas demográfico-sanitarias, y a partir de 1880 se pusieron en marcha diversos institutos de higiene urbana. Las iniciativas municipales resultaron cruciales para la puesta en marcha de determinados servicios de prevención, particularmente los de carácter materno-infantil. Se crearon instituciones como las gotas de leche, se instauraron subsidios para la promoción de la lactancia materna, etc (24). Muchas de estas medidas no estuvieron exentas de problemas, ya que algunas madres utilizaban los subsidios para contratar nodrizas a precio de saldo, lo que fomentaba la lactancia mercenaria, barata y clandestina.
En 1924 se creaba en Madrid la Escuela Nacional de Sanidad, primera escuela española de salud pública (25). Tras una primera etapa de carácter provisional (1924-1929), la llegada de Gustavo Pittaluga a la dirección de la misma permitió su consolidación como centro encargado de la «instrucción y formación del Cuerpo de funcionarios médicos dependientes de la Dirección General de Sanidad; la preparación del personal auxiliar de aquellos (practicantes, enfermeras, desinfectadores, etc.); la organización de cursos especiales de enseñanza higiénico- sanitaria o armes, etc.». En el curso 1931-32 se incorporó a los contenidos docentes de la Escuela la materia de «Higiene de la alimentación y de la nutrición y técnica bromatológica». Para impartirla fue nombrado profesor titular, Enrique Carrasco Cadenas.
Como ya se ha apuntado, el quinquenio (1931-1936) de la Segunda República representó el inicio de una política de salud pública plenamente moderna. Bajo la dirección de Marcelino Pascua, Santiago Ruesta o Gustavo Pittaluga, entre otros, se organizaron unidades preventivas y se realizaron intentos para lograr una organización sanitaria que fuese capaz de ajustarse a las corrientes de la época. Con todo, la malnutrición continuaba sin ser considerada un problema prioritario para la salud pública española.
Durante la guerra civil, la necesidad de disponer de sueros y vacunas se convirtió en un tema prioritario, al igual que la lucha contra las enfermedades venéreas y la lucha antipalúdica. Al acabar la contienda, la irrupción y extensión de tres grandes epidemias centraron los esfuerzos sanitarios del régimen franquista: la viruela, el tifus exantemático y la difteria. La evolución y las características de los artículos publicados en la Revista de Sanidad e Higiene Pública constituyen un reflejo de esta situación (26). Tuvo lugar un aumento en la proporción de artículos dedicados a enfermedades infecciosas y parasitarias (un 47,6% de los artículos publicados entre 1940 y 1974), con descensos significativos en los temas dedicados a saneamiento ambiental (5,1%), epidemiología de las enfermedades infecciosas y parasitarias (16,7 %) y administración y organización sanitaria, en la práctica organización en la lucha contra las enfermedades infecciosas, con un 11,2%. Durante este periodo no se publicaron trabajos relacionados con la nutrición. En realidad durante el régimen franquista asistimos a una progresiva desinstitucionalización de la salud pública, tal como se puede comprobar en los trabajos de Encarna Gascón y Josep Bernabeu sobre «la salud pública que no pudo ser» (27).
Una de las consecuencias de la guerra civil y de la posguerra fue la aparición del hambre y otros trastornos nutricionales. Durante la contienda, Grande Covián y Jiménez García estudian casos de pelagra, aún cuando la población no consumía maíz (28). Fue un hallazgo epidemiológico de gran importancia. El estudio que llevaron a cabo abarcaba 3.116 casos de enfermedades carenciales, de las cuales, 2.279 fueron atribuidas a deficiencias de complejo B.
Al concluir la guerra civil, entre 1941 y 1943, la Dirección General de Sanidad y el Instituto de Investigaciones Médicas, con la colaboración de la Fundación Rockefeller, realizaron una serie de encuestas clínicas y de consumo alimentario entre la población de Madrid (29). El estudio tropezó con una falta de colaboración por parte de las familias encuestadas. El momento político era complicado, muchos de aquellos hogares tenían entre sus miembros a presos políticos, exiliados o escondidos. La indiferencia y la hostilidad de las familias era comprensible. Entre los niños estudiados se encontró un retraso somático de un 29%. También se detectaron casos de latirísmo causado por el consumo de la almorta («Lathyrus sativus»), un producto que antes de la guerra se dedicaba exclusivamente a la alimentación animal. Las conclusiones de los trabajos destacaban que las dietas familiares del Madrid de la posguerra representaban el 57,3%, el 70,1%, el 74,8%, y el 79,9% de las necesidades calóricas y que la deficiencia de complejo B era la más frecuente. El pan aportaba el 50% de las calorías de la dieta familiar. Las fuentes energéticas además del pan, eran el aceite de oliva, las patatas, el arroz y las habas frescas. Es posible que estudios similares realizados en otros lugares de España durante aquellos mismos años, arrojasen resultados parecidos.
Como consecuencia del convenio firmado entre el gobierno español y la FAO/UNICEF, el 31 de julio de 1961 se ponía en marcha el Programa de Educación en Alimentación y Nutrición (EDALNU). Por parte del gobierno español, la responsabilidad ejecutiva recayó en el Servicio Escolar de Alimentación. En diciembre de 1972 el programa EDALNU pasó a depender de la Dirección General de Salud Pública, y en 1939 de la Dirección General de Educación Sanitaria en el marco del Servicio de Educación para la Salud del Ministerio de Sanidad y Consumo (30).
El programa permitió organizar actividades de formación para iniciados y diplomados. En total se beneficiaron más de 50.000 personas. La FAO contrató al profesor de la Escuela de Salud Pública de Chile, Julio Santamaria, para que impartiese el curso inicial de tres meses dirigido a los maestros previamente seleccionados. El programa de educación nutricional escolar duró varios años, y fue continuado por Consuelo López Nomdedeu, de la Dirección General de Sanidad. En el inicio del programa también participaron de forma muy activa F. Vivanco y J.M. Palacios. Su conocida publicación sobre Alimentación y Nutrición alcanzó una gran difusión (31).
Otra de las actividades desarrolladas en el marco del programa fueron las encuestas de consumo de alimentos. En el curso 1955-1956, Varela y sus colaboradores habían estudiado el consumo de alimentos en 60 localidades españolas mediante la técnica del inventario familiar y el análisis cruzado con la encuesta nacional de presupuestos familiares. El propio Varela organizó la primera Escuela de Bromatología en la Universidad de Granada (32).
A partir de la década de 1990, los estudios de nutrición en salud pública recibieron en España un gran impulso: se creó la Sociedad Española de Nutrición Comunitaria (SENC); multiplicaron las encuestas de nutrición (Bilbao, Madrid, Barcelona, Alicante, Canarias, etc.); se fundó en 1995 la Revista Española de Nutrición Comunitaria; se crearon numerosas escuelas de nutrición a nivel de diplomatura; se intensificaron las actividades informativas y educativas en el ámbito escolar; (33) y se asistió a una importante producción bibliográfica en materia de nutrición básica y de nutrición comunitaria y salud pública (34).
Actualmente la desnutrición en España en sus formas graves han dejado de ser un problema de salud pública. Únicamente existen casos de índole secundaria provocados por procesos patológicos graves. Lo que realmente preocupa a los profesionales son los desequilibrios alimentarios y el papel que desempeñan en el desarrollo de enfermedades crónicas degenerativas como la diabetes, la obesidad, las enfermedades cardiovasculares, o ciertas formas de cáncer. Pero esto último, ya no es historia, sino un reto para el presente y el futuro.
Nota: Agradezco a los profesores de la Universidad de Alicante Dr. Josep Bernabeu, por su asesoramiento y revisión del texto, y a la Dra. Encarna Gascon por su continuo apoyo. Así mismo agradezco al Servicio de Salud Pública y la Unidad de Nutrición Comunitaria, del Ayuntamiento de Bilbao, por su colaboración y ayuda constante.